miércoles, 18 de marzo de 2009
LOS HIDRANTES, ETERNOS IMPASIBLES. Autor: John Jairo Saldarriaga
Me declaro admirador de los hidrantes. Pienso que hacen parte de una historia de aventuras. Que se escaparon subrepticiamente de uncuento infantil que alguien dejó abierto. Parece presto a servir de lugar donde atar levemente un caballo. Levemente, con la suave y sueltavuelta de cuerda como atan los caballos en las películas del Oeste. Como por decir que están atados. Y así, cabizbajos frente a los hidrantes,los equinos -que creen estar amarrados- esperan pacientes, coceando por horas, a que el imbécil de su dueño se emborrache hasta las orejas y arme un lío de marca mayor, antes de poder largarse.
Los hidrantes tienen una figura hermosa y altiva. Pero se trata de una hermosura y altivez extrañas, tal vez clásicas, antiguas, pero, en todo
caso, arcanas.Se me antojan seres de la Edad de Hierro que nunca murieron. Que nacieron por allá en épocas remotas y que han estado atentos, vigilantes al paso del tiempo. Nos observan. Observan en contrapicada el agite de la ciudad que hierve y él incólume. Parece orgulloso también cuando los hombres, mientras esperan, montan uno de los pies en él, y sobre la alta rodilla el codo respectivo -preferiblemente fumando-, para dar una impresión más masculina.Quizás sean esculturas que adornan la urbe.Su figura es como de una suerte de niño bondadoso, presto a servir sin aspavientos, como debe hacerse. Parece querer pasar desapercibido,pero no lo logra.Las cambiantes tendencias arquitectónicas modifican el aspecto de los edificios y de las ciudades. Con el paso de los años van desapareciendo las grandes casas, espaciosas, de dos o tres patios; los techos altos de cañabrava son remplazados por plásticos traslúcidos o por losas que, son, al tiempo, los pisos de otras viviendas; desaparecen las tapias, aparece el estuco, y en lugar de ventanas de madera y pomos anchos que hace un siglo permitían a las novias sentarse a escuchar arrumacos, hay ventanas de vidrio y persianas o pequeñas escotillas como de barco. El aprovechamiento del espacio obliga a construir edificios que cada vez intentan rascar más y más el cielo, pues la Tierra no estira ni tenemos indicios de una fórmula para lograr tal efecto. Los teléfonos públicos son remplazados por nuevos modelos cada cinco años. Todo cambia y, sin embargo, ¿qué tienen de mágico los hidrantes, cuya figura no varía? Tienen, no cabe duda, el secreto de la eterna juventud.
Inteligentes ingenieros construyen edificios inteligentes y posmodernos y, a una cuadra está el bello intruso de la Edad de Hierro, el hidrante, que mira complacido como si tal cosa. Es el diálogo entre el pasado y el futuro en un espacio-tiempo que creemos presente. Es, quizá, una prueba material y tangible del pensamiento gonzaliano sobre el eterno presente.
Recuerdo que de niño, un hidrante permanecía firme en la esquina de mi casa. Tenaz, de día y de noche, expuesto al viento, el Sol y la lluvia y él… impasible. Los lunes en la mañana era el personaje más glorioso de Los Naranjos. Los bomberos de una fábrica de recipientes de cristal, que prestaban su servicio en todo Envigado, pues éste aún no había constituido un cuerpo propio, llegaban temprano a abrir sus llaves y destapar sus bocas. Por dos de ellas dejaban manar el agua, que corría libre, limpia, como el milagro de un aljibe repetido cada ocho días, a todo lo largo de la acera, hasta la otra esquina; al llegar a la cual caía a la calle, doblaba en ángulo de 45 grados y se perdía en un hilo delgado por el borde de la vía, arrastrando el polvo, hasta la mitad de la cuadra, donde se internaba por una rejilla del alcantarillado público. Más tarde, en la escuela, habríamos de imaginar que ese era el ciclo del agua, del que hablaban en ciencias naturales. Nuestra mentalidad infantil nos permitía pensar tranquilamente que, como en esos surtidores de parque, el agua volvía, subterránea, sin que la vieran, nuevamente hasta el hidrante, para salir otra vez. Aunque, a decir verdad, este proceso poco nos importaba (como no nos interesaba que los hidrantes estuvieran clasificados en diferentes tipos, de acuerdo con su tamaño y capacidad, como supe después). Sólo era importante que existía el hidrante y nosotros para verlo y disfrutarlo. Sólo deseábamos que siempre vertiera sus aguas, generoso, para correr descalzos de arriba abajo, de abajo arriba de la cuadra.
Ahora que lo recuerdo, la corriente fría de los lunes en la mañana, coincidía con la visita de un camión cisterna que transportaba agua y la llevaba a los barrios cuando suspendían el servicio.
Me parece todavía estar viendo a los hombres que manipulaban el hidrante, metidos en unas botas de caucho que les llegaban más arriba de las rodillas, enfundados en pantalones y camisas caquis y coronados por cascos rojos. Mientras dejaban que el agua chorreara por dos bocas -por una tercera y mediante una manguera de tres pulgadas de diámetro llenaban el camión-, ellos tomaban café negro, sin prisa,luego de mecerlo con una cuchara como si fuera un remo, pero al descuido, mirando sin ver el edificio del Seguro Social, al otro lado de la calle.
En esa época quería crecer para ser bombero. Tal vez porque creía que toda su labor era esa: abrir hidrantes, viajar en camiones cisterna y tomar café negro en tiendas de esquina.
Recuerdo que el hidrante era marrón y tenía un letrero grabado en su lomo: Apolo. Creo que así se llamaba.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario